Recientemente, la ministra de trabajo ha planteado la posibilidad de un cambio normativo para establecer una indemnización por despido diferenciada según determinadas circunstancias personales del trabajador. Con ello se pretende acercar el importe de la indemnización al perjuicio efectivamente sufrido por el despedido, rompiendo con el sistema actual del ET que fija una indemnización objetiva y automática, atendiendo solamente a la retribución precedente y a la antigüedad del trabajador en la empresa. No es una idea nueva, y para valorarla es interesante conocer cómo se ha planteado históricamente este debate en nuestro ordenamiento. Tradicionalmente, tanto en las etapas corporativas (Dictadura de Primo de Rivera, régimen franquista) como en las democráticas (Segunda República), la indemnización en casos de despidos injustificados era fijada bien por el juez bien por los órganos corporativos (que se mantuvieron, bajo otra denominación, en la segunda república), a su libre o prudente arbitrio. La ley preveía, de manera no exhaustiva, algunos criterios para la fijación de la indemnización y establecía, por regla general, un mínimo y un máximo de su cuantía. El establecimiento de un baremo indemnizatorio objetivo y que funcionaba de manera automática, y que ahora se pone en cuestión, se produjo, por primera vez, tras la Constitución de 1978, en el Estatuto de los Trabajadores de 1980. Por tanto, el recurso a un baremo predeterminado para la indemnización del despido injustificado (que funciona a modo de cláusula penal, con liquidación anticipada y determinada previamente de daños) es algo que va unido al restablecimiento de la democracia y a la configuración de un sistema plenamente democrático de relaciones laborales. Es en el marco del nuevo ordenamiento democrático en el que se establece ese baremo, precisamente porque se consideró, sin manifestaciones discrepantes al respecto, que constituía una vía más segura, más objetiva, y más beneficiosa para los trabajadores, de reparación de los perjuicios ocasionados por un despido no ajustado a derecho (“improcedente” en nuestra terminología).
En la etapa corporativa de la dictadura de Primo de Rivera, el Decreto Ley de 26 de noviembre de 1926 creó la Organización Corporativa Nacional. Dentro de ella, los Comités Paritarios conocían de los conflictos laborales (Decreto de 22 de julio de 1928), y, para los supuestos de despidos tramitados ante ellos se preveía, como regla general, la readmisión en los casos de despidos injustificados. Pero si tal readmisión no tenía lugar venía sustituida por una indemnización de entre 15 días y tres meses de salarios, que se concretaba por el Comité correspondiente.
En la segunda república, la Ley de Contrato de Trabajo establecía el principio de que debían indemnizarse los perjuicios que se ocasionasen por el despido injustificado (artículo 93). Se mantuvo, sin embargo, la estructura corporativa, cambiando la denominación de Comités Paritarios por la de Jurados Mixtos. Su ley reguladora (de 27 de noviembre de 1931) preveía, en caso de despido injustificado, una indemnización de entre 15 días de salario y seis meses. La opción entre readmisión o indemnización correspondía al empresario, y el importe concreto de la indemnización lo fijaba el presidente del Jurado, a su prudente arbitrio, señalando el legislador como criterios a tener en cuenta la naturaleza del empleo, el tiempo de prestación de servicios, las cargas familiares del trabajador y sus posibilidades de colocación. Ya en el franquismo, la Ley de Contrato de Trabajo de 1944, seguía confiando, ahora al juez (Magistrado de Trabajo), a su prudente arbitrio, la indemnización, que debía atender a una serie de circunstancias (facilidad o dificultad de encontrar otra colocación adecuada, cargas familiares, tiempo de servicios a la empresa, etcétera), sin que pudiese superar un año de sueldo o jornal. La Ley de Procedimiento Laboral de 1973, confería al Magistrado de Trabajo la facultad de fijar la indemnización, entre 15 días de salarios y un año.
En la transición democrática, la Ley de Relaciones Laborales de 1976 establecía la restitución de la relación laboral como regla general, permitiendo que el juez la sustituyese por una compensación económica no inferior a seis meses ni a dos meses por año de servicio (multiplicándose por 1,5 o 2 en los supuestos de familias numerosas, trabajadores de mayor edad y discapacitados). Por su parte, el Decreto Ley 17/1977, de Relaciones de Trabajo, preveía que la indemnización se fijara por el Magistrado de Trabajo, a su prudente arbitrio, en atención a una serie de criterios (antigüedad del trabajador, condiciones de trabajo, posibilidad de nueva colocación, dimensiones y naturaleza de la empresa, circunstancias personales y familiares) y con un mínimo de dos meses de salario y un máximo de cinco anualidades.
Como vemos, en todo el proceso histórico se confía la fijación de la indemnización en los despidos injustificados al “prudente arbitrio”, bien del Magistrado bien del órgano corporativo actuante. Se dan una serie de criterios (que tienen en cuenta no solo la antigüedad del trabajador y su salario, sino también sus circunstancias familiares o la posibilidad de encontrar otra colocación) y se fijan unos mínimos y unos máximos. Estos han ido evolucionando de tres a seis meses y, finalmente, a un año. Solo excepcionalmente, en el año 1977, se establece un máximo de cinco años, lo que se explica por motivos estrictamente políticos, ya que, en las normas de la transición, anteriores a la Constitución, el régimen que desaparecía quiso dejar sentada su “conciencia social”, para tratar de legitimarse, de alguna manera, ante la historia. Era una regulación totalmente descabellada, que hubo que derogar bien pronto para evitar los efectos perniciosos sobre el empleo que inmediatamente comenzaron a ponerse de manifiesto. En la etapa democrática que abre la Constitución de 1978, el Estatuto de los Trabajadores de 1980, suprime, por primera vez, el arbitrio judicial en la fijación de la indemnización por despido improcedente y recurre a la fijación de un baremo objetivo, predeterminado, que cuantifica, en función de criterios objetivos (no subjetivos, como las circunstancias familiares del trabajador, o la mayor o menor posibilidad de encontrar otro trabajo), el perjuicio derivado de la ruptura del contrato de trabajo. Ello evita la discrecionalidad judicial, la falta de indemnización por la pérdida del trabajo en supuestos en que no sea posible identificar ni cuantificar un perjuicio (trabajador despedido cumplida ya la edad de jubilación, a la que podría acceder con plenitud de derechos, o inmediatamente recolocado, en su caso con mejores condiciones retributivas), y los problemas derivados de la dificultad de probar la existencia del daño y su cuantía. En nuestro derecho de daños, la indemnización de un perjuicio exige que quien la pretende pruebe la existencia del daño, su cuantía y la causación del mismo por el sujeto que se pretende responsable. Para evitar estos problemas, existe la posibilidad de pactar, a través de una cláusula penal (artículo 1152 del Código Civil), una liquidación anticipada de daños, que exime de la exigencia de probar su existencia y su cuantía. Y esto es lo que hace el legislador democrático: establecer por medio de la ley una especie de cláusula penal por la que se fija una liquidación objetiva, automática y predeterminada de los daños derivados de un despido injustificado. La indemnización por despido injustificado pasa a ser de 45 días de salario por año de servicio con el tope de 42 mensualidades y esta es una opción legislativa plenamente válida y que da cumplimiento a los mandatos internacionales que exigen que, en caso de despido injustificado, exista una compensación adecuada. La posterior reducción del baremo indemnizatorio, a 33 días de salario por año de servicio con el tope de 24 mensualidades, se mantiene en la misma lógica, con niveles en todo caso superiores a los vigentes de manera general en derecho comparado. No es pequeña paradoja que la propuesta del gobierno pretenda revertir la opción del legislador democrático, para volver a las pautas establecidas en el ordenamiento corporativo y en el de la dictadura franquista.